La matrícula, ese numerito que cada vehículo lleva adosado y que estimula las vertientes maniáticas de muchos conductores, capaces de entretenerse en atascos y retenciones jugando con los dígitos y las letras de los coches que van por delante: números capicúa, fechas señaladas, curiosas combinaciones de letras (DVD, DKK, GRR, KGB…)
Al margen de estas curiosidades anecdóticas para pasar el tiempo, lo cierto es que la matrícula es el carné de identidad de nuestro vehículo y también posee su propia historia.
Hemos de remontarnos a los últimos años del siglo XIX para comenzar a ver algún que otro ‘engendro diabólico’ sobre ruedas, tripulado por díscolos y aventureros pudientes de provincias. Como es natural, en aquella época en las que el coche era una máquina que a muchos causaba miedo y a cuyo importe no podía aspirar la mayoría de los mortales, el trasiego de vehículos era tan pequeño que lo de codificar un sistema que permitiera identificar a los coches no parecía algo necesario.
Esto hizo que muchos accidentes e imprudencias, que también los hubo, quedasen completamente impunes, al no existir forma de identificar a quién pertenecía el vehículo. Eso a pesar de que en los lugares más provincianos todos sabían perfectamente quién era el señorito que conducía ‘a lo loco’.
Todo cambió cuando, a principios del siglo XX, lo de ver automóviles por las calles fue haciéndose cada vez más habitual. Al parecer en nuestro país el primer coche circuló por tierras asturianas, aunque la primera matrícula oficial se realizó en Palma de Mallorca. Lo de ese año de 1900, fecha de matriculación del coche mallorquín, fue un no parar. A ese vehículo siguieron las matriculaciones oficiales de otro en Salamanca, uno en Cáceres y otro más en Palma de Mallorca (se veía que los mallorquines del siglo pasado llevaban la velocidad en la sangre).
Siete años después se instaura el sistema de matriculación que tanto tiempo convivió entre los españoles y que los más adultos recordamos como parte de nuestra niñez, antes de que llegásemos a ‘europeizarnos’. España elegía un método basado en las primeras letras de la provincia de matriculación.
En 1926 esas letras se limitaron a 1 ó 2, seguidas de un número de seis dígitos. Todo parecía ir sobre ruedas, pero la llegada del utilitario asequible a las familias de clase media creó un boom que consiguió agotar el sistema en lugares como Madrid o Barcelona, por lo que se fueron añadiendo letras al final de los números.
La Unión Europea llegó a nuestras vidas y con ella el final de la matrícula española. A partir del año 2000, cien años de la primera matriculación en España, se impuso el sistema actual de cuatro números seguidos de tres letras.
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